Reina Valera Gómez 1¡Oh si rompiese los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes, 2como fuego abrasador de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas, para que hicieras notorio tu nombre a tus enemigos, y las naciones temblasen a tu presencia! 3Cuando hiciste cosas terribles, cuales nunca esperábamos, y descendiste, se deslizaron los montes ante tu presencia. 4Porque desde el principio del mundo no se ha escuchado, ni oído ha percibido, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que hiciese por el que en Él espera. 5Saliste al encuentro del que con alegría hacía justicia, de los que se acordaban de ti en tus caminos (he aquí, tú te enojaste cuando pecamos), en ellos hay perpetuidad, y seremos salvos. 6Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. 7Y nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para asirse de ti; por lo cual escondiste de nosotros tu rostro, y nos dejaste marchitar en poder de nuestras maldades. 8Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro Padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros. 9No te enojes sobremanera, oh Jehová, ni tengas perpetua memoria de la iniquidad; he aquí mira ahora, pueblo tuyo somos todos nosotros. 10Tus santas ciudades están desiertas, Sión es un desierto, Jerusalén una soledad. 11La casa de nuestro santuario y de nuestra gloria, en la cual te alabaron nuestros padres, fue consumida por el fuego; y todas nuestras cosas preciosas han sido destruidas. 12¿Te estarás quieto, oh Jehová, sobre estas cosas? ¿Callarás, y nos afligirás sobremanera? |